viernes, 24 de junio de 2011

DE CORDEROS Y DIOSES Angel (CES)




 “Don Marceliano les había puesto un examen de religión en el que tenían que responder telegráficamente, con la rotundidad del dogma, a cincuenta preguntas precisas. Una tarde de los días sucesivos, mientras corregía los ejercicios con la desgana de la rutina tras tomar su café con leche y sus bollos de san Hervacio, don Marceliano se quedó pronto atónito. Leyó minuciosamente la pregunta, escrita con tinta roja: “¿Quién es Jesucristo?”. Leyó la respuesta, en tinta azul, con sacerdotal contentamiento: “El yo de Dios”. Se detuvo una y otra vez en el hallazgo: “El yo de Dios”. ¡Qué intenso regocijo para el espíritu, qué dulce refrigerio en el desierto de la maldad contemporánea! “El yo de Dios”. ¿Qué querría decir aquello, sin embargo? Entre el gozo y la consternación, don Marceliano intentó descifrar tan insondable enigma teológico, el subiacet teológico, me dijo a mí más tarde. Buscó el nombre del alumno en el encabezamiento del folio: Inocencio Ruiz Cordero. Se trataba, sin duda, de algún muchacho tímido y retraído: ni siquiera le sonaba. Y, pese a todo, don Marceliano saboreaba la respuesta con místico deleite. Bien es verdad que de vez en cuando, a intervalos regulares, le asaltaban las dudas del dogma, se preguntaba si no sería anatema tamaña afirmación, pero, a cambio, aquella genialidad reforzaba su fe y convertía en transparente el misterio de la santísima trinidad. Jesucristo era la conciencia de  Dios, su propia asunción, el hecho de que Dios se percibiera a sí mismo existiendo como Dios y siendo Dios, Dios sabiéndose Dios, ergo Dios y Jesucristo eran una y la misma esencia divina, el ser supremo siendo y el ser supremo sabiéndose siendo. Pasó toda la tarde don Marceliano devanando el yo de Dios y, agitado en el lecho, soñó con herejías  toda la noche. Al día siguiente, apenas llegó a clase, llamó a Inocencio Ruiz Cordero y le enseñó el examen. “¿Qué quiere decir esto?”, preguntó. Inocencio miró el papel sin comprender. “Esto, esto. ¿Quién es Jesucristo? El yo de Dios. ¿Qué quieres decir?”. “¿Yo?”, preguntó azorado Inocencio, subrayando ciertamente la ambigüedad de su pregunta: ¿el “yo” de Dios?, ¿”yo” he dicho eso? Don Marceliano le enseñó el examen con insistencia. “Aquí”, señaló, “aquí”, golpeando con el índice la frase. “Ah”, respiró Inocencio, volvió en sí de la zozobra. “Ahí no pone yo”, dijo recobrando el aliento, “ahí pone ijo”. A don Marceliano le dio una angina de alma. Tantos desvelos, tanto arrebato espiritual, tanta noche oscura del alma, para venir a parar a la ignorancia supina, a minucias ortográficas y azares de caligrafía: “El ijo de Dios”. Lo miró entonces con una extraña mezcla de desprecio y compasión, trató de conjugar en vano ineptitud e ingenuidad, advirtió que el muchacho era Inocencio y se apellidaba Cordero y Dios lo protegió con ello de su santa iracundia. Recuperado del espejismo teológico, a sus labios ascendió una prez, un sobrenombre: “Agnus Dei”, murmuró don Marceliano con beato abatimiento”. El espíritu áspero. GONZALO HIDALGO BAYAL.
FELICIDADES, 25. Ah, no pierdas la esperanza en los “inocencios”, te lo pide un Ángel (CES).
 

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